jueves, 26 de agosto de 2010
Caballos desconocidos... o no.
EL PETIZO MALANDRA
Un petizo gateado, más bajo que un criollo y más alto que un pony. De esos tipo caballito que tanto le sirven a un chico como a un grande en un apuro. Se le adivina en el semblante y en el genio un chorro de sangre árabe. Cuando se lo regalaron, Manuel tenía siete años. Le puso de nombre “Freddy Mercury”. El papá no dijo nada, pero luego se agenció de un tobiano para otro de sus hijos y le aclaró: “Se llama Chamamé…”
El primer tiempo, Manuel peleaba con el petizo y perdía. Inteligente y amigo de hacer la suya, el Freddy le porfiaba para volverse al palenque o a la tropilla. Trabajando a veces con vacas llegó a dispararse juntando la pera al pecho, porque blando de boca y pingo era hasta decir basta, pero rebelde también. De ahí que se ganara el sobrenombre de “El Petizo Malandra” con que un día lo rebautizaron. Cuando lo estaban por vender, le encontraron un oficio: ladero en el carro. A la cincha tiraba con el alma.
Pero en lo que mostró ser insuperable fue en escaparse y volverse a los parajes dónde había nacido y se había criado. El gateadito no se olvidó nunca de los campos de “El Toro”, su pago natal. A casi diez años de su partida, encontrando abierta la tranquera se comía los cuarenta kilómetros a la querencia de un suspiro.
La larga lucha que entablaron la empezó a ganar el chico a medida que fue creciendo y le pudo mostrar rigor, hasta que un día Freddy Mercury se entregó definitivamente y fueron felices juntos. Cuando Manuel terminó te cursar séptimo grado, hicieron por tierra con el padre las sesenta leguas que los separaban del mar y galopeando por la playa o subiendo los médanos a media rienda el Petizo Malandra sacó a relucir la garra de sus ancestros árabes.
El papá de Manuel, mientras tanto, pastoreaba sus caballos a las sombra de los tamariscos y leía “El Aleph” relojeando el asado. Borges –que dicho sea de paso se cumplen en 2006 veinte años de su muerte- no escribió demasiado sobre caballos, por que los caballos no pudieron dar nunca su versión de la historia, y don Jorge Luís escribía sobre lo escrito o lo contado pero mirando siempre el poncho para encontrarle la costura. De lo que sí escribió, fue de los hombres a caballo.
Enamorado del ser de los nómades y encontrador de sentidos, en el cuento “Los dos reyes y los dos laberintos” narra la historia de un rey de las islas de Babilonia que un día congregó a sus arquitectos y magos y les mandó construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se animaban a entrar y los que entraban se perdían. Con el tiempo vino a su corte un rey de los árabes y el rey de Babilonia , para burlarse de la simplicidad de su huésped, lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó confundido hasta que imploró socorro divino y dio con la puerta. Sin proferir queja, le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía otro laberinto y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego regresó a Arabia, juntó a sus capitanes y arrasó con Babilonia tomando de cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: ¡Oh, rey del tiempo y substancia y cifra del siglo! En Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros, ahora el poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, dónde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que te venden el paso.” Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en mitad del desierto donde murió de hambre y de sed.
Cerrando el libro, el papá de Manuel piensa que, de haber montado un caballo como el de su hijo, al rey de Babilonia le hubiera bastado con aflojarle las riendas para que el Petizo Malandra lo sacara del laberinto… llevándolo seguro hasta la tierra de su infancia.
Pablo Solo, Febrero de 2006.
Publicado en el número 14 de Marzo de 2006 de la revista LEE.
Un petizo gateado, más bajo que un criollo y más alto que un pony. De esos tipo caballito que tanto le sirven a un chico como a un grande en un apuro. Se le adivina en el semblante y en el genio un chorro de sangre árabe. Cuando se lo regalaron, Manuel tenía siete años. Le puso de nombre “Freddy Mercury”. El papá no dijo nada, pero luego se agenció de un tobiano para otro de sus hijos y le aclaró: “Se llama Chamamé…”
El primer tiempo, Manuel peleaba con el petizo y perdía. Inteligente y amigo de hacer la suya, el Freddy le porfiaba para volverse al palenque o a la tropilla. Trabajando a veces con vacas llegó a dispararse juntando la pera al pecho, porque blando de boca y pingo era hasta decir basta, pero rebelde también. De ahí que se ganara el sobrenombre de “El Petizo Malandra” con que un día lo rebautizaron. Cuando lo estaban por vender, le encontraron un oficio: ladero en el carro. A la cincha tiraba con el alma.
Pero en lo que mostró ser insuperable fue en escaparse y volverse a los parajes dónde había nacido y se había criado. El gateadito no se olvidó nunca de los campos de “El Toro”, su pago natal. A casi diez años de su partida, encontrando abierta la tranquera se comía los cuarenta kilómetros a la querencia de un suspiro.
La larga lucha que entablaron la empezó a ganar el chico a medida que fue creciendo y le pudo mostrar rigor, hasta que un día Freddy Mercury se entregó definitivamente y fueron felices juntos. Cuando Manuel terminó te cursar séptimo grado, hicieron por tierra con el padre las sesenta leguas que los separaban del mar y galopeando por la playa o subiendo los médanos a media rienda el Petizo Malandra sacó a relucir la garra de sus ancestros árabes.
El papá de Manuel, mientras tanto, pastoreaba sus caballos a las sombra de los tamariscos y leía “El Aleph” relojeando el asado. Borges –que dicho sea de paso se cumplen en 2006 veinte años de su muerte- no escribió demasiado sobre caballos, por que los caballos no pudieron dar nunca su versión de la historia, y don Jorge Luís escribía sobre lo escrito o lo contado pero mirando siempre el poncho para encontrarle la costura. De lo que sí escribió, fue de los hombres a caballo.
Enamorado del ser de los nómades y encontrador de sentidos, en el cuento “Los dos reyes y los dos laberintos” narra la historia de un rey de las islas de Babilonia que un día congregó a sus arquitectos y magos y les mandó construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se animaban a entrar y los que entraban se perdían. Con el tiempo vino a su corte un rey de los árabes y el rey de Babilonia , para burlarse de la simplicidad de su huésped, lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó confundido hasta que imploró socorro divino y dio con la puerta. Sin proferir queja, le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía otro laberinto y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego regresó a Arabia, juntó a sus capitanes y arrasó con Babilonia tomando de cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: ¡Oh, rey del tiempo y substancia y cifra del siglo! En Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros, ahora el poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, dónde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que te venden el paso.” Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en mitad del desierto donde murió de hambre y de sed.
Cerrando el libro, el papá de Manuel piensa que, de haber montado un caballo como el de su hijo, al rey de Babilonia le hubiera bastado con aflojarle las riendas para que el Petizo Malandra lo sacara del laberinto… llevándolo seguro hasta la tierra de su infancia.
Pablo Solo, Febrero de 2006.
Publicado en el número 14 de Marzo de 2006 de la revista LEE.
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